Eran las 00:07, hora en la que llegaba al Aiún, sentada en una "camioneta" (o algo por el estilo) un poco incómoda, entre bolsas, mochilas, maletas y otros bultos. Cosa que no me importaba, llevaba desde las 9 de la mañana viajando, con lo cual solo deseaba llegar, dormir y empezar un día nuevo, aunque no un día cualquiera, un día nuevo en el desierto del Sahara!
Por fin llegamos a Protocolo (lugar dónde pensábamos instalarnos durante todo el viaje). Mis compañeros empezaron bajar uno a uno todo el equipaje. Cuando pude bajar de la "camioneta" levanté la vista hasta el cielo, me detuve, no podía creer lo que estaba viendo, estrellas, miles, millones de estrellas de todos los tamaños, estrellas que brillaban intensamente, estrellas que estaban tan cerca que parecía posible llegar a tocarlas, estrellas que nunca en mi vida había contemplando...
Permanecía así durante unos minutos, era imposible apartar la vista. En ese momento oí una voz que decía: precioso ¿no?, era Pilar, una de mis compañeras, que se acercaba a mí. Yo le respondí con una sonrisa, y volvimos a levantar la vista.
A partir de ese instante, todas y cada una de las noche que pasé en el Sahara salía al desierto para volver a mirar al cielo.
Tengo que reconocer, que la primera noche fue algo dura. Sí, estaba feliz, ya que uno de mis sueños se estaba cumpliendo, pero un dolor algo extraño se alojó en mi estómago. Estaba muy cansada y ya no sabía diferenciar si sería hambre (ya que llevábamos muchas horas sin comer), miedo, nervios... o necesidad de escuchar un "tranquila, todo va a salir bien..."
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